No lo podía creer pero allí estaba, flotando sobre la blanca nubecilla de mis guantes de conservación. Era el Martí icónico que aparece en los libros, enfundado en su trajecito raído, con su corbata mal anudada, apuntando con su mirada clara a la historia desde esa foto de solo 16 x 12,2 cm.
Sí, puedo decir con raro orgullo que tuve ese original entre mis manos, pues creo fielmente que muy pocas personas pueden contar algo semejante.
Por uno de esos azares recurrentes, el retrato de Martí en Kingston, Jamaica (1892), la conocida obra de Juan Bautista Valdés, vino a parar a Montreal hace ya casi cuatro años. El documento formaba parte del corpus de obras de la exposición ¡Cuba! Arte e historia: de 1868 a nuestros días, organizada por el Musée des beaux-arts de Montréal -proyecto de colaboración con el Museo nacional de bellas artes de La Habana, entre otros-, en el que estuve trabajando por aquellos días.
La experiencia estética en la que me sumió el contacto con esa obra es indescriptible. Sentí una mezcla de emoción y sobrecogimiento, pero también la mórbida sensación de la deconstrucción del mito. ¡Y no era para menos! El contraste de la fragilidad material que acusaba aquel documento gráfico, apolillado y oxidado por el implacable paso del tiempo, me resultaba violento.
A pesar de estar al tanto de lo difícil y costoso que resulta la conservación de los documentos sobre papel, el mal estado de conservación de aquella foto me resultaba escandaloso e inaceptable. Todo en ella se me antojaba un símil de la Cuba de hoy. Eso hacía que algo en mí se rebelase desde lo más profundo.
Mientras la observaba, recordé el largo y tortuoso camino para llegar a obtener el préstamo a nivel institucional. No podía dejar de pensar en lo irracional y desconcertante que resultan a veces las negociaciones con personas a cierto nivel cuyo ego cuenta más que el patrimonio de una nación.
Y es que aquel año también me había batido por implantar un proyecto de cooperación entre estudiantes de patrimonio de La Habana y Montreal. De más está decir que por la parte cubana no hubo respuesta positiva, muy a pesar de las buenas intenciones de excelentes profesionales que se implicaron a fondo. En cambio, siempre había un funcionario que –cual variante tropical del perro de Pávlov- solo respondía ante el estímulo de un viaje. Pero ese no era el objetivo del proyecto. No es de extrañar entonces que durante ese mismo año, a golpe de decepciones, haya cortado los vínculos profesionales en ese dominio dentro la isla.
Pero volvamos al museo, a su maravillosa misión y al cliché del apóstol que hoy evoco a través de mis memorias. Me reconforta saber que aun desde el exilio en cierta medida contribuí a que se hiciera algo bueno, algo que alargará la vida de ese emblemático documento de la historia de Cuba.
Como tantas de sus acciones anónimas e inmensas, el Musée des beaux-arts de Montréal restauró la foto de José Martí en Kingston. Esos son los gestos hermosos que hacen toda la diferencia, gestos que no se pagan con nada en este mundo. Son también el tipo de cosas que me hacen amar profundamente la profesión de museóloga, a pesar de las incontables miserias humanas que la circundan.