sábado, 28 de julio de 2012

Razones de la sinrazón


Oswaldo Payá en el Parlamento europeo. Fuente:
REUTERS/Vincent Kessler


Por: César Reynel Aguilera


A miles de kilómetros de distancia esas noticias, lejos de golpear, envuelven y  estrujan poco a poco.

El domingo apuntaba a ser perfecto. Regresamos de un espléndido día de remos y pedaleos en el lago; los niños felices, la comida casi lista, los tragos servidos y ahí, en la pantalla del ordenador, unas palabras rezando que ya Oswaldo Payá había dejado de estar físicamente entre nosotros.   

Palabras para avisar un asesinato largamente esperado.

La puesta en escena y los pormenores del crimen dejaron de interesarnos desde el principio. Somos cubanos y sabemos —cuando de eliminaciones políticas se trata— que es un soberano sinsentido aplicarle la lógica detectivesca a un país en el que los asesinos más peligrosos son los dueños de la realidad.

Payá era un hombre condenado. A Payá sólo le faltaba el cuándo; y fue esa, precisamente, la pregunta que nos hicimos al leer la noticia de su muerte. ¿Qué sentido tiene matar ahora —hoy, a estas alturas de la derrota castrista— a un hombre así?

Algunos politólogos europeos intentan presentar la respuesta que ellos dan a esa pregunta como una prueba de que el castrismo nada pudo haber tenido que ver con la muerte del opositor cubano. Según la lógica de estos señores asesinar a Payá tendría un costo político tan alto que hacerlo sería un acto de suicidio, algo impensable desde la razón que ellos practican.

A veces los politólogos europeos recuerda a esas personas que de tanto mirar las películas de Disney terminan creyendo que los animales hablan; y nosotros los cubanos vamos por la vida frustrados de tanto repetir que no, por dios y por Darwin, que no, que los animales no hablan y el castrismo nunca ha hablado, habló, ni hablará, el lenguaje político de Europa. El castrismo habla su propia jerigonza, una sarta de actos y sonidos que sólo entienden sus víctimas y sólo alcanzan a traducir aquellos que aprenden a poner su dolor a un lado.    

Pasemos, entonces, por encima de nuestras frustraciones y dolores; obviemos las respuestas-consignas como “el castrismo es un cadáver histórico y los muertos no se suicidan”; dejemos de insistir en que cualquier análisis de las razones castristas tiene que pasar, necesariamente, por los criterios diagnósticos de la psicopatía; olvidemos que los cobardes con miedo sienten una gran necesidad de abusar y que Raúl Castro es, hoy por hoy, un cobarde aterrado por la caída del chavismo o la futura guerra civil venezolana, por la muerte de su hermano (quizás ya muerto), por el fracaso de las prospecciones petroleras y por un país bajo el embate de plagas que darían para rescribir la Biblia.

Olvidemos que en la montaña rusa del castrismo cada cumbre de risa y choteo, como la de la Moringa, antecede, inexorablemente, a una hondonada de seriedad impuesta mediante la violencia. Hagamos caso omiso de todas esas sinrazones y sigamos buscando una que pueda ser apetecible a la politología europea.

Oswaldo Payá murió en Bayamo.

Oswaldo Payá dejó la relativa seguridad de su casa habanera y fue a meterse en el epicentro de la primera epidemia de Cólera que sufre Cuba en más de un siglo. Una enfermedad erradicada del territorio nacional mucho antes de que existiera la cacareada potencia médica castrista y cuyo resurgimiento apunta, a todas luces, hacia un bochornoso acto de negligencia gubernamental.

Hace unos años, a raíz del terremoto que asoló a la República de Haití, y en medio de una de las peores crisis cíclicas de su maltrecha economía, el castrismo decidió crear una brigada médica que fue a brindar su ayuda a ese hermano país.

Esa decisión fue tomada, como es costumbre, sin consulta popular alguna y sin una evaluación real del efecto que podría tener sobre un sistema de salud, el de Cuba, que dista mucho de alcanzar sus requisitos mínimos. Una vez más los cubanos pagaron, con sus carencias, otra de esas campañas de falso humanismo que tanto utilizan los hermanos Castro para esconder y justificar sus desmanes.

Hasta ahí todo habría sido otra de esas historias de lo mismo con lo mismo; pero sucedió que durante la fase de recuperación del terremoto se desató en Haití una epidemia de Cólera. Ya hoy se sabe que la cepa infecciosa, responsable de esa epidemia, fue llevada a suelo haitiano por un nepalí que llegó a ese país como miembro del contingente de las Naciones Unidas.

También se sabe que la brigada médica cubana estuvo en contacto con esa epidemia desde su comienzo. El jefe de la brigada, el Dr. Jorge Tomás Balseiro Estévez, estuvo aquí, en Montreal, en una de las escalas de una gira de propaganda organizada por el ICAP y declaró, con orgullo, que el primer caso de Cólera en suelo haitiano fue diagnosticado por médicos cubanos.

Meses después se desató en Cuba una epidemia de Cólera que ya en estos momentos, según las conservadoras cifras del castrismo, ha cobrado más de quince vidas. Muertes perfectamente evitables si se hubieran tomado  a tiempo un grupo de decisiones que brillaron por su ausencia, o fueron asumidas con tibieza, a saber:

  1. Priorizar la necesidades médico-sanitaria de la población cubana y condicionar cualquier ayuda a otro país al respeto de esa prioridad.  
  2. Alerta epidemiológica en Cuba a raíz del primer caso de Cólera detectado en Haití; con cierre o reducción máxima de los viajes entre los dos países y vigilancia extrema para los visitantes del área del Caribe.
  3. Campañas de cloración profiláctica.
  4. Cuarentena estricta y extendida para todo el personal cubano que estuvo en Haití.
  5. Reconocimiento inmediato de los primeros casos y manejo de los mismos con un criterio médico-epidemiológico y no político.
  6. Solicitud de ayuda internacional para manejar la epidemia.

El desgobierno cubano, para no variar, decidió ocultar la existencia de esa  epidemia, y sólo se atrevió a reconocerla cuando la prensa independiente dio la voz de alarma. Raúl Castro, por su lado, y para hacer patente su desprecio, se fue de viaje a China y Rusia. Su viejo anhelo de ser cantante en el festival de los ejércitos amigos fue más fuerte que su responsabilidad para con el pueblo cubano. La referencia más importante que ha hecho el General a la epidemia de Cólera, hasta ahora, ha sido para quejarse de lo que él considera una atención exagerada por parte de los medios de prensa internacionales. Eso, en jerigonza castrista, significa un cierre total de las zonas afectadas a cualquier persona no autorizada, a los visitantes extranjeros y, sobre todo, a los opositores cubanos.

En medio de tanto desamparo, mentiras y prohibiciones, un hombre llamado Oswaldo Payá decidió montarse en un auto y partir, junto con un compatriota y dos europeos, hacia la zona más afectada por la epidemia de Cólera. Poco sabemos de los objetivos de ese viaje, pero resulta difícil imaginar que no haya estado relacionado, de una forma u otra, con esa vocación que tienen algunos hombres de correr en contra de los que huyen, de ir hacia donde están los que sufren y de denunciar, a como dé lugar, lo que otros pretenden esconder. Una vocación que Raúl Castro siempre ha hecho pagar bien caro y que en caso de Oswaldo Payá, lejos de significar una condena, bien pudo haber desatado el momento de su ejecución.  

LinkWithin

Related Posts Widget for Blogs by LinkWithin