Mater

Era, con mucho, la mujer más linda que jamás había visto. Al menos así me lo parecía a mí. Un día, al pasar de los años, mientras veíamos fotos antiguas mis amigas se encargaron de confirmármelo. Olía a canela, a cáscara de limón en el arroz con leche recién cocido. Sus manos –que ella no encuentra hermosas- eran todo lo que yo necesitaba para no sentirme extraviada en este mundo. La bondad y la pureza de una santa, de esas que cargan con toda la pena del mundo, eran su sello personal, cosa que translucía en una velada melancolía. De niña, soñaba entrar al convento para vivir en la penumbra. Y es que ella, cual luciérnaga que lleva la luz en sí misma, sólo precisa de la sombra para mostrar el esplendor de su sencilla belleza.

En lo más lejano de mi recuerdo está también la gran matriarca: mi abuela, a quien pronto desacralicé llamando “Abita”. Ella era el eje de la familia. Con su aparente candidez regía el destino de todos: el de mi madre –y por extensión el mío-; también el de su hijo menor –aquel chico de cabello con bucles que aunque ya no esté en este mundo nunca dejará de ser “el nenito”-. De la gran mamá perdura la imagen de mujer fuerte, dique imbatible contra toda adversidad que nos aqueje. Vivía para nosotros y, en su peculiar altruismo, lo único que exigía era una fidelidad casi canina. Su olor es acre y viene del humo del tabaco, esa nube que lanza tras expulsar su bocanada eterna. Desde allí la rescata mi memoria a través de las brumas de los años. A su lado, parada sobre un taburetito descubrí los rudimentos de la cocina. En aquel lugar durante toda mi infancia me inicié en la extraña alquimia de combinar aromas que espabilan los sentidos y eso, sólo siguiendo con ávidos ojos su mano que cortaba -¡zas!-, que lanzaba la sal cual lluviecilla sobre un guiso. Mientras, su voz advertía: “¡no se te ocurra tocar, muchacha, que te quemas!". Palabras que hoy repito cuando mi hija menor, clavada a mi costado, hace lo mismo.

Celadoras del ancestral misterio, dadoras de vida. Brujas todas; maga yo misma. Tanto como mis hijas, herederas de algunos dones comunes a todas mis matriarcas. Observo detenidamente algunas fotos. Paso de la imagen de mi abuela a la de mi madre; me veo y veo a mis hijas. Hechiceras natas, una vez que su aura te alcanza la vida milagrosamente recomienza. Abuela, madre, mujer, niña: un rostro único, un rostro como un espejo, igual y diferente, idéntico al final.