jueves, 10 de marzo de 2011

¡Tómame o estás muerto! (II)

Por: Nelly Arcan
Traducción: Isbel Alba


 Fuente: Internet

¿Qué es un hostigador?

Primeramente, el hostigador persigue siempre a alguien de quien está celoso, envidioso. Con frecuencia, la persona acosada es competente, talentosa, segura de sí. Genera movimiento. Es vital, autónoma, tiene el poder de ser vertical y conducirse a sí misma. Sobre todo, es libre. Y eso hace rabiar a nuestro hostigador.

Porque, a pesar de lo que dice,  es inseguro y  le falta autonomía. Y esa carencia intenta esconderla detrás de las tácticas de manipulación o incluso, de seducción: se hace pasar por lo que no es, es decir, genial y abusado. Perseguido, injustamente excluido.

Tiene problemas para comprometerse a largo plazo y todos sus proyectos, inestables, acaban mal; es incapaz de esperar, de proyectar sus objetivos hacia el futuro pues lo quiere todo y lo quiere ya.  En sus acusaciones y amenazas siempre hay ese olor a connotación afectiva, pues mezcla hechos concretos y sentimientos heridos. Por supuesto, siempre le echa la culpa al otro. El otro es la encarnación del mal. Mantiene un discurso pomposo y el hecho de que pueda llegar tener razón en algunos puntos le hace creer que tiene la razón en todo.

Se la pasa demandando para hacer desaparecer, ante sí mismo, sus propios fallos, sus fracasos. Lo pide todo. Lo quiere todo. Con frecuencia, incluso sin haber producido absolutamente nada.

Una dependencia del otro, una bajeza de comportamiento. Una incapacidad para trabajar solo, un hábito de apropiarse el trabajo de los demás con la convicción de que se trata del suyo.


"¿Cómo? ¿Qué golpeo a mi mujer? ¿Ve marcas de golpes?".  Fuente: Internet

La victoria

A pesar de todo, el hostigador, ese ametrallador de recriminaciones, quejas, ese lanzador de amenazas, puede llegar a ganar la partida. Porque es tenaz cuando de embaucar se trata. Es activo en la destrucción minuciosa del otro.

De forma insidiosa, el perseguidor llega a aterrorizar. Porque, a pesar de que con frecuencia no tiene bases reales (legalmente válidas) sobre las cuales apoyar sus acusaciones, se muestra persuasivo, convincente. Es ahí cuando te dices: debo ceder. Es ahí cuando empiezas a pensar en negociar, dando marcha atrás. A darle el amor que reclama, a golpe de amenazas.

Estás algo desamparado ante la justicia. ¿La razón? En la maquinación de la destrucción moral no hay violencia física, propiamente hablando. Solamente palabras. Y las palabras no son acciones.

Salvo que, en realidad, la insistencia y el odio en germen que cuecen a fuego vivo en las palabras en ráfaga, en la pronunciación rencorosa y, sobre todo, en la repetición del acoso como un metrónomo, la tortura de la gota de agua, acaban por convertirse en violencia. Una violencia que se traduce por una parálisis de tu vida, un miedo que no te abandona. Un dolor en el estómago que no quiere relajarse.

Y ese miedo que es capaz de generar, su forma de hacerte temblar, es todo lo que tiene.

El pobre.

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